La noche en el campamento de Nimaling ha sido, sin duda, la más fría del viaje. El viento soplaba sin parar y las capas no eran suficientes. Tras un buen rato de tembleques, alguien tuvo una idea brillante: coger prestadas unas mantas de una tienda vacía. Mano de santo. Con ese extra de abrigo, pudimos dormir bastante bien hasta las 7 de la mañana. Agradecidos y algo más descansados, comenzamos la jornada final.




Lo primero del día era lo más duro: subir al collado Kongmaru La, que está a casi 5.300 metros de altitud. La subida tiene su pendiente y el aire se nota más fino que nunca. Poco a poco, paso a paso, alcanzamos la cima.



Allí, como manda la tradición, colocamos nuestras banderas de oración budistas, dejando nuestros buenos deseos ondeando al viento, mezclándose con los de tantos otros caminantes que pasaron antes.







Durante el descenso vimos algunas plantas autóctonas que resisten en este ambiente extremo. Aunque pocas, destacan por su dureza y por lo pequeñas que son, como si se acurrucaran contra el suelo para evitar el viento.



Desde el collado, la bajada es brutal: 1.200 metros de desnivel negativo hasta el punto donde nos recoge el taxi. Pero lo más increíble es el paisaje: rocas de mil colores, barrancos profundos y una sensación constante de estar en otro planeta. Es un espectáculo visual continuo que hace que el cansancio pase a segundo plano.
Debido a que algunos tramos del camino antiguo están rotos, nos toca cruzar el río varias veces. Ya casi ni nos quejamos: bastón firme y al agua. Son los últimos desafíos de la ruta, y hasta los pies mojados saben a aventura. Las fotos no hacen justicia a lo vivido.






















Después de horas de caminata, llegamos al punto de encuentro donde nos espera el todoterreno que nos llevará de vuelta a Leh. Con las piernas cansadas, la mochila más ligera (aunque con más recuerdos dentro) y una sonrisa enorme, cerramos esta travesía con la sensación de haber vivido algo único.

Notas mentales:
- Las plantas alpinas crecen despacio y están adaptadas a condiciones extremas. No pisarlas ni arrancarlas.
- Las banderas de oración no son souvenirs: colgarlas con respeto y dejarlas en su lugar.
- Si hay que cruzar ríos, hacerlo con cuidado y respetar los márgenes naturales. Evitar abrir nuevos senderos.
- El Kongmaru La es una zona sensible: sin residuos, sin atajos, sin dejar huella.
Cerramos este viaje al Himalaya con los pies cansados pero el alma despierta. Han sido días de altura, de viento en la cara, de silencio compartido y conversaciones profundas. Días de té caliente en homestays acogedoras, de comida sencilla y deliciosa, de noches frías bajo mantas prestadas y cielos inmensos. Hemos aprendido a mirar el paisaje con otros ojos: no solo por su belleza, sino por su fragilidad. A respetar las tradiciones, a caminar con cuidado, a dejar cada lugar tal y como lo encontramos —o mejor.
Queremos cerrar también dando las gracias de corazón a Namgyal, nuestro guía durante todo el camino. Con su paciencia, conocimiento, sentido del humor y cariño por estas montañas, ha sido mucho más que un acompañante: ha sido un maestro silencioso del Himalaya. Nos enseñó a mirar, a respetar, a escuchar el ritmo de la montaña y a disfrutar cada paso. Sin él, esta aventura no habría sido la misma.

Hemos cruzado ríos descalzos, empujado camiones atascados, jugado al mus y al tute, conocido a pastores, guías, monjes y familias que nos abrieron sus casas y sus corazones. Subimos lentamente, bajamos asombrados. Pusimos piedras blancas en los collados, colgamos banderas con deseos, y aprendimos que a veces el camino más importante no está en el mapa, sino en lo que cambia dentro de ti mientras lo recorres.
El Himalaya no solo se camina: se escucha, se respira y, sobre todo, se recuerda. Volvemos con una certeza: algo de nosotros se ha quedado allí, y algo de allí se ha venido con nosotros. Que esta experiencia nos acompañe mucho más allá de las montañas.