Arrancamos el día temprano en Yurutse, con el objetivo claro: coronar el paso de Ganda La, uno de los puntos más altos del trekking. El desayuno nos pone a tono: unas tortas de maíz recién hechas y un improvisado “buffet” de mantequilla, mermeladas, miel y crema de cacahuete. En las mesas, la conversación es una torre de Babel deliciosa: se mezclan hindi, francés, español e inglés y, aun así, todos nos entendemos. Hay chistes, rutas, recomendaciones y un mismo plan compartido: subir poco a poco.
Una chica que ayer sufrió mal de altura, con pena, ha decidido volver. En montaña la salud va primero: la aclimatación no es una carrera y escuchar al cuerpo es la mejor brújula. Bajar a una cota más baja, descansar e hidratarse forma parte del plan, no es un fracaso. Aplaudimos su valentía al dar la vuelta; gracias a decisiones así, las aventuras siguen siendo bonitas y seguras.
Empezamos la ascensión con calma, casi en modo tortuga. La pendiente no es terrible, pero falta oxígeno y el cuerpo lo sabe. Ritmo corto, respiraciones largas y paradas frecuentes para beber y mirar el paisaje sin prisas. A nuestra derecha e izquierda, la montaña nos regala una paleta de colores que parece sacada de una caja de lápices gigantes: verdes, morados, rojos y algún tono casi negro. Namgyal comenta que las vetas verdosas y azuladas delatan cobre, y los rojos, compuestos de hierro. Damos fe: el camino es una clase de geología a cielo abierto.

Hoy estrenamos también el “almuerzo de ruta” estándar que nos acompañará estos días: un bocadillo sencillo, una patata con huevo y sal, una chocolatina y un zumo. Nada sofisticado, pero en altura sabe a gloria. Entre mordisco y mordisco, seguimos ganando metros.










Tras dos horas de subida constante, alcanzamos los 4.950 metros. ¡Primera gran prueba superada! El aire es más fino y las vistas, espectaculares. En la cima hay un pequeño montículo de piedras y nuestro guía nos invita a seguir la tradición: colocar tres piedras blancas y dedicar un pensamiento bueno (para la gente que queremos, para el viaje, para el valle). También colgamos banderines de oración budistas que traíamos en la mochila. Se mueven con el viento y, dicen, llevan los buenos deseos ladera abajo. Foto de grupo, sorbo de agua, un trozo de chocolate para celebrar y a por la bajada.





El descenso hacia el valle de Shingo es sencillo y precioso. El terreno se suaviza, el viento corre distinto y, de repente, aparecen pequeñas curvas de nivel que te invitan a alargar la zancada. En el camino nos cruzamos con varios mani, esas estructuras típicas del budismo tibetano formadas por piedras apiladas, muchas con mantras grabados. El más repetido es “Om Mani Padme Hum”. Como muestra de respeto, los rodeamos por la izquierda, siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Es un gesto simple que nos recuerda que estamos de paso, literalmente, por la cultura de otros.








Al llegar a la siguiente homestay de Shingo, el ritual se repite y no cansa: té caliente nada más entrar y sonrisas grandes. Dejamos las botas, estiramos un poco y comentamos la jugada del día: el paso ha sido un buen examen de aclimatación. La cabeza pesada de algunos a ratos, el pulso más alto, pero todos bien. Lo importante ahora es hidratar, comer salado sin miedo y descansar.

La tarde, larga y tranquila, la pasamos en dos planes de lujo: paseos cortos por los alrededores y partida de tute (hoy cambiamos al tute cabrón ¿Quién limpiara las botas?).

Namgyal nos enseña otra faceta suya: es un apasionado de la vida salvaje y ha hecho avistamientos increíbles de animales del Himalaya. Nos enseña vídeos en su móvil: por ahí asoman un leopardo de las nieves, algún oso y zorros que se mueven silenciosos entre las rocas. Lo cuenta con respeto y cero postureo, como quien habla de vecinos discretos.

Cuando cae la noche, notamos que la altitud sigue haciendo de las suyas. Al tumbarnos, aparece esa sensación curiosa de que “falta aire”. Toca respirar hondo, con bocanadas lentas y profundas, y recordar lo básico: dormir de lado o con el tronco un pelín elevado ayuda; nada de carreras nocturnas a por la mochila; y, si la cabeza late al ritmo de tambor, beber y descansar. Forma parte del trato con la montaña.
Cerramos el día con un pensamiento sencillo: hoy hemos aprendido a poner una piedra sobre otra (literalmente y en sentido figurado). La de la cima, con nuestras tres piedras blancas; y la del ritmo, que es la que de verdad nos llevará lejos. Mañana, más camino y más historias que contar.
Notas mentales:
- Respeto a las estructuras sagradas: los mani se rodean por la izquierda; no se trepa encima, no se retiran piedras.
- Basura cero en altura: todo lo que sube en la mochila, baja en la mochila (papeles de chocolatina incluidos).
- Cuerpo y altitud: hidratar antes de tener sed, picar salado y caminar a ritmo de conversación. Si puedes hablar sin jadear, vas bien.