Himalaya, día 1: De Leh a Yurutse – té, barro y chimeneas de hadas

Después de varios días en Leh dejándonos querer por la altura (tenemos que aclimatarnos lo mejor posible a estas altitudes para no sufrir mal de altura), hoy por fin hemos arrancado la aventura. Desayuno con calma, mochilas pequeñas (demasiado pequeñas si me dejáis puntualizar) y encuentro con nuestro guía, Namgyal, como el antiguo rey de Leh. Es simpático, tiene un humor tranquilo de montaña y nos entendemos en inglés, así que, además de caminar, toca practicar idioma. Perfecto.

Da respeto salir seis días con tan poco equipaje. Empiezas a mirar cada cosa como si fuese oro: el forro, la cantimplora, los calcetines, ese snack que juraste “compartir”. Pero también tiene su punto: viajas ligero, andas mejor y te das cuenta de cuántas cosas no te hacen falta.

Salimos de Leh en un todoterreno por una pista de tierra que te da un masaje gratis (versión Himalaya). El paisaje cambia rápido: cada curva abre un decorado distinto. Casi no hay vegetación, el aire es seco y los colores de las montañas son un espectáculo. En los cauces, el agua baja muy turbia, cargada de barro. Es normal por aquí: cuando llueve o se funde la nieve, el río se lleva medio valle en suspensión. Si alguna vez necesitásemos beber agua de montaña, primero filtraremos para las partículas y luego desinfectaremos para lo que no se ve (con pastillas potabilizadoras que no deben faltar). Ese orden nos lo grabamos hoy a fuego.

El chófer nos deja a un par de horas del primer alojamiento. Perfecto para ir cogiendo ritmo sin forzar e ir adaptándonos a la altitud. En altura todo se hace con calma: beber antes de tener sed, crema solar antes de quemarte, gorra antes de que el sol te mire mal. Namgyal marca un paso que no es rápido, pero sí constante. Se nota que sabe.

En el camino aparecen las famosas “chimeneas de hadas”, columnas de tierra y piedra que parecen hechas por un escultor con mucha paciencia. La parte de arriba resiste mejor, hace de “sombrero”, y así la de abajo se va gastando más despacio. También vemos rocas de mil colores: verdes y azuladas (hola cobre), rojizas (hierro al poder) y alguna casi negra. Es como caminar por una paleta gigante.

Llegamos a Yurutse con media tarde por delante. Nos quedamos en una homestay que lleva una familia ganadera. Básicamente, su casa con varias habitaciones para caminantes. Nada más llegar, té caliente (¡bendito!), sonrisas y un “descalzaos, por favor” que aceptamos sin protestar. Es buena costumbre… aunque con botas de trekking parece un examen de equilibrio. A los cinco minutos ya estamos como en casa.

Como hemos llegado pronto, Namgyal propone subir un poco a una pradera para comer. Un pedazo de césped en medio de un mundo de piedra. Sacamos nuestras viandas y, justo cuando cantamos victoria, ¡tormenta! De esas breves que te mojan lo justo para aprender la lección: la chaqueta impermeable siempre va a mano, no en el fondo de la mochila. Recogemos y vuelta a casa bajo una lluvia fina que huele a tierra limpia.

La tarde se nos va en una siesta gloriosa y en charlas con gente de todas partes. Hay quien viene por deporte, quien busca silencio, quien quiere pensar, quien solo quiere caminar sin pensar. Namgyal nos cuenta que este año hay menos senderistas por los nervios con el tema India–Pakistán. Lo escuchamos con respeto y con la idea clara de que aquí mandan la prudencia y el sentido común: informarse, seguir indicaciones locales y, si toca cambiar planes, se cambian.

Aquí usan baño seco tradicional. Una habitación pequeña con un hueco rectangular en el suelo; debajo hay un pozo profundo (sí, unos metros) y al lado un cubito con tierra y una pala. Haces lo tuyo, cubres con tierra y listo. Huele bastante mal, pero ahorra agua y, sobre todo, evita que nada acabe en el río. Al principio sorprende, pero tiene todo el sentido del mundo en un sitio así. Después de dos usos ya somos unos expertos.

Después de cenar, cerramos el día como hay que cerrarlo: con una partida de mus. Algún órdago tímido, risas y ese momento en el que te acuerdas de casa pero sin ponerte melancólico. Compartir mesa y baraja en una homestay del Himalaya es un planazo.

¿Y qué nos llevamos hoy? Varias cosas. Una: la montaña enseña con ejemplos muy claros. La turbidez del agua no es un concepto raro de libro; la tienes delante, moviéndose valle abajo. Las chimeneas de hadas te explican la erosión mejor que cualquier dibujo. Y los colores de las rocas son una clase de química al aire libre. Dos: el agua se cuida. Nada de lavar cacharros directamente en el arroyo. Se coge agua en un recipiente, se usa lo mínimo de jabón biodegradable y se vacía lejos del cauce para que el suelo filtre. Son pequeños gestos, pero si los hace todo el mundo, se nota. Tres: viajar ligero no es solo comodidad, es actitud. Menos cosas, menos residuos, más cabeza. Una capa versátil en vez de tres, botella reutilizable, comida pensada para no llenar la bolsa de basura… La mochila como manifiesto.

Un aplauso a las homestays. Alojarse en casas de familias deja el dinero en el valle, reparte mejor los beneficios del turismo y nos regala conversaciones que valen oro: historias de pastoreo, de inviernos largos, de cómo se organiza la vida aquí. Ese intercambio – imperfecto, sincero – es parte importante del viaje.

Mañana seguimos. Si pinta bien, queremos fijarnos en cómo cambia la vegetación según subimos y qué trucos usan las plantas para sobrevivir al frío y al viento. Si desde el cole queréis mandarnos preguntas, ¡las apuntamos en la libreta! ¿Cómo se orientan los pastores? ¿Qué huellas dejan los animales? ¿Por qué unas rocas cambian de color al mojarse?

Por ahora nos quedamos con la imagen del final del día: lluvia que se va, tierra que humea, té en vasos de metal y esa sensación de que estamos aprendiendo mucho, y no solo de montañas. Aquí todo enseña: la roca, el agua, el viento y la gente. Y nosotros, con gusto, a la tarea de aprenderlo.

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